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El sol brilla en Boyacá

Ana Mercedes Peña Bacheloth

Nací en Mongui (Boyacá), hija de Rafael Peña y Casilda Bacheloth, la tercera de nueve crías. Mi padre, hijo de esta maravillosa tierra, y mi madre, del banco Magdalena. Estudié hasta bachillerato en este municipio, hoy soy gestora empresarial, investigadora judicial, y técnica en sistemas.

Hoy quiero compartir con ustedes un fragmento de mi historia.

Tan solo tenía 17 años. Mi padre trabajaba en varias cosas, propias del entorno; entre ellas agricultura, ganadería y, por supuesto, tenía una microempresa de balones de fútbol, los cuales comercializaba en la costa atlántica. Mis hermanos y yo trabajábamos con él después del colegio pues no teníamos empleados.

Como de costumbre, los días empezaban muy temprano. En aquel entonces, aún no se tenían en cuenta todos los protocolos de seguridad, y la elaboración de balón era completamente artesanal. Se utilizaban productos inflamables, un pegante, similar al bóxer.

Pues bien, un día se produjo una concentración de gases, que hicieron contacto con la roseta de un bombillo que estaba suelta… De pronto, se produjo una explosión, y todo se prendió en fuego. Mis padres y mi hermana pudieron salir, yo quedé atrapada. Todo estaba lleno de humo y no encontraba la salida, fueron momentos de angustia y desesperación. Recuerdo claramente, como mi corta vida pasaba frente a mí. Pensé… ¿voy a morir? Fue entonces cuando dije “¡virgencita, ayúdame!” En ese momento, se abrió la puerta principal que daba a una zona verde. Mi padre la derribo y, desesperado, entró a buscarme. Yo salí corriendo con mi cuerpo hecho llamas, tuve miedo. Tan solo pude observar mis manos, estaban blancas como una hoja de papel. Mi madre gritaba, mi hermana gritaba “¡ahí está! ¡ahí está!” Mi padre corrió hacia mí, me arrojó al suelo y apagó el fuego.

Todos estábamos afectados con quemaduras. Las quemaduras de mi padre y mi hermana fueron de primer grado. Mi madre, quemaduras de tercer grado, en sus dos piernas. Fuimos llevadas a un hospital de Sogamoso. Allí estuvimos hospitalizadas durante quince días; a mi hermanita ya le daban salida y mi padre no se dejó hospitalizar. Tenía que velar por mis otros hermanitos; para ese entonces, había dos bebes: uno de cuatro años y la menor de dos.

Mi diagnóstico: “paciente con quemaduras de tercer grado en el 75% de su cuerpo”. Heridas infectadas y deshidratación; los médicos le manifestaron a mi padre que ya no había nada que hacer por mí, y que a mi madre le amputarían las dos piernas desde la rodilla. En esos momentos, no sé qué era peor: el dolor que sentía, o los gritos de mi madre cada vez que le hacían curación. Mi padre, obviamente, no aceptó ninguna de las dos e hizo que nos trasladaran a Bogotá a la clínica de la Policía Nacional; allí le salvaron las piernas a mi madre. Estuvo internada 2 meses y luego termino su recuperación en casa.

En total, estuve 8 meses hospitalizada y dos de ellos en coma. Los injertos no pegaban en los brazos, así que se contemplaban la posibilidad de amputarlos. Gracias al empeño del doctor Luis Eduardo Bermúdez, quien persistió en mi curación, me los salvaron. Luego se inició todo el proceso de rehabilitación: tuve que aprender a caminar, no tenía cejas, ni pestañas, casi ni se veían los labios, excepto por las cicatrices que los marcaba. Las uñas apenas iniciaban a brotar, el cabello se asomaba en mi cabeza y mi rostro estaba desteñido; se borraron las pequeñas pecas que lo adornaban, y en cambio mostraba cicatrices gruesas y difíciles de ocultar.

Me dieron de alta y cuando pensé que todo estaba superado, aún con limitaciones físicas, pero con todas las ganas, regresé al colegio. Me sentí como un monstruo cerca de mis amigos; entonces recaí, se me abrieron las heridas y mi ánimo no era el mejor. Volvieron a hospitalizarme.

Esta vez quería morir, no quería salir de allí. Me llevaron a tratamiento psicológico.

Un mes, tan solo un mes y de vuelta al mundo, no había otro camino. Entonces, decidí colocarme mi armadura, y me dije “De esta, sólo puedes salir tú”.

Pesaba 35 kilos. Empecé a ejercitar mi cuerpo para ganar masa muscular, pero se reventaba la piel y tuve que vivir con heridas abiertas durante dos años hasta que la piel gano elasticidad.

Nada me derrumbó, nada podía hacerlo. El amor por mi padre, por mi familia, por mis amigas que constantemente me escribían, mi caballo, y el amor por el baloncesto eran mis razones para seguir adelante.

Terminado el bachillerato, no quise quedarme en casa. No quería la compasión de nadie y tampoco quería ser una carga para nadie. Yo quería vivir, así que me despedí de mis padres y empecé una vida en Bogotá llena de vicisitudes. No fue fácil pero no me rendí.

En algún momento, comprendí que no hay que buscar trabajo. Lo mejor es crearlo, por lo que regresé a Monguí.

Quiero dejar en las chicas emprendedoras del grupo este mensaje:

Mujeres trabajadoras, maravillosas y guerreras

No abandonen sus sueños, luchen por ellos hasta alcanzarlos, no importa cuántas veces tengan que caer. Si se levantan, lo harán con más fuerza. Es el momento para empoderarse y tener visión para crecer como empresarias, y entender que si una puerta se cierra hay otras dos que se abren. Después de la tormenta siempre brilla el sol.

Agradezco a RICO por esta oportunidad y el apoyo que nos brinda. A nuestra lideresa María Soto por tan bonito proyecto en esta época de crisis. La invitación a todos es a continuar donando y por supuesto los agradecimientos por su gran generosidad.

Bendiciones para todos y todas.

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